viernes, 30 de octubre de 2009

Cinco meses o más para una endoscopia

En el hospital Infanta Sofía, ubicado en San Sebastián de los Reyes (norte de la comunidad de Madrid), durante este mes de octubre están dando citas para realizar las endoscopias en febrero. Así que mi primo tiene que esperar cinco meses o más para saber a qué se debe ese dolor de estómago que no le permite comer ni dormir. Cuenta mi primo que el dos de octubre, tras salir de la consulta de su médico, se dirgió al mostrador de su centro de salud para que le dieran cita. La persona que le atiende pide la cita al Infanta Sofía por ordenador o fax, no le queda claro. Después le dice que desde el propio hospital le llamarán a casa por teléfono para comunicarle la cita. Mi primo pregunta:
-¿Cuánto tardarán en llamar?
-No sé, pero si pasan más de quince o veinte días habría que preocuparse, tenga en cuenta que ese tiempo es sólo para comunicarle una fecha.


El ventidós de octubre -o sea, veinte días más tarde- mi primo aún no había recibido la llamada del hospital para la cita. Acudió a su centro de salud por si sabían algo. Le indicaron que no había llegado fax alguno con la respuesta y en el ordenador tampoco había novedad. La señora que le atiende en el mostrador asegura:
-Lo único que consta es que se ha enviado la petición de cita.
-Sí, pero ha pasado bastante tiempo. ¿Qué solución me dan?
-Si quiere le doy el teléfono del Infanta Sofía o vaya usted directamente al hospital.


"Querida prima, me lo temía. Ellos no van a trabajar para solucionarlo; tiene que currárselo el paciente". Así que mi primo se fue al hospital y se situó en la larga cola de espera ante el mostrador de admisión. Llegado su turno, explicó su caso. Respuesta:
-¡Uy! Para las endoscopias tardan más de un mes en llamar. No obstante, déjeme un momento los papeles.


La funcionaria, que tardó más de quince minutos en volver, le dice:
-Si usted no viene al hospital, esta petición de cita nunca hubiera llegado aquí. Ahora le llamarán.
-¿Cuándo telefonearán? -insiste mi primo. Sólo quiero saber el tiempo aproximado.
-No sé, ya le dije que para la endoscopia tardan más de un mes en llamarles a casa. Este mes están citando para hacer las endoscopias en febrero.


Mi primo, un poco pesado, vuelve a preguntar:
-Si llaman en octubre, me citarán en febrero; pero si llaman dentro de un mes -finales de noviembre o ya diciembre-, ¿para cuándo me citarán?
-No sé, pero seguro que, antes de hacer la endoscopia, le llamarán.
-¡Qué bien! Es de agradecer, más que nada porque para hacer una cosa de este tipo es preciso conocer cuándo hacerla. -Seguidamente a mi primo le entró una risa nerviosa.


Mi primo sale del hospital y va pensando en lo que puede suceder para febrero o marzo o abril. "Que el agujero de mi estómago me engulla, entonces no necesitaré la endoscopia; que me sienta bien, luego para qué pasar por la molesta endoscopia; que tenga un tumor enorme y me digan: ¿Por qué no ha venido antes?"

Aquí, la prima, que no sabía cómo consolarle, le envía un mensaje pelín pedante al sufrido paciente: "Querido primo, has vivido una situación kafkiana de ineficacia burocrática en la que se extraviaron tus datos. Te aseguraron que los habían enviado, pero no que llegaran a alguna parte. A la vez, como estamos en España, es también una situación de esas que Mariano José de Larra pinta en sus artículos costumbristas, ya sabes, sobre la pereza y dejación con que nos tratan, así nos estemos muriendo". Mi primo contesta: "Querida prima, no ha nacido genio literario, científico ni de otro tipo que desentrañe los entresijos de la burocracia en la sanidad pública madrileña". Sólo la elogian la presidenta de la Comunidad y su consejero de Sanidad, pero ellos la ven con los ojos del poder y, desde luego, no la sufren como nosotros, que somos unos primos, nada más que eso, un montón de primos embaucados fácilmente.


Safe Creative #0910294790573

lunes, 19 de octubre de 2009

Churro, media manga... Una dola tela...

Las cinco de la tarde, salíamos corriendo del colegio, llegábamos a casa, dejábamos la cartera y de nuevo a la calle antes de hacer los deberes (o después, depende). Ni a merendar parábamos en casa. Bajábamos con el bocadillo en la mano: pan y jamón, pan y chorizo, pan y chocolate. Se jugaba por todas partes, en el barrio o más lejos: en un solar sucio, en un barrizal, entre bloques de edificios, en cualquier explanada. Cuando encontrábamos un muro medio derruido decíamos: "Vamos a jugar a la muralla". Nos juntábamos para jugar a lo que fuese. Pocas cosas hacían falta. Una goma o una comba para saltar, una pelota. Una tiza para dibujar una muñeca en el suelo y una piedra para lanzarla casilla a casilla. Un simple palo bastaba para marcar el campo sobre la arena y jugar al balón prisionero. Las manos, para escarbar la tierra y hacer un gua para jugar a las canicas. Una pared, para jugar a burro. Era uno de los juegos más espectaculares, practicado por niños y niñas, aunque casi siempre por separado porque los chicos eran "unos brutos". "Una dola tela catola..." para echar las suertes y formar dos equipos. El que hacía de madre, colocado de pie con la espalda en la pared, sujetaba la cabeza del primero de los que formaban el burro. Éste, el primero, se inclinaba -como un burro, claro- exponiendo su lomo; apoyado en su trasero o entre sus piernas otra criatura se colocaba en la misma posición y, así, hasta formar una hilera de lomos preparados para recibir los saltos del otro equipo. A la voz de "¡Burro va!", uno a uno saltaban colocándose a horcajadas. Si el burro no se había caído, venía lo de "Churro, media manga, manga entera". Tenían que adivinar si se había elegido puño, codo u hombro. Era un juego un poco rudo, pero muy divertido. Se aprendía por imitación o porque te lo enseñaban otros niños, como todos los juegos de entonces. Hoy los niños ya no juegan en la calle, si acaso en verano y mientras dura el buen tiempo; después, desaparecen. Ven la televisión y juegan en casa a la consola, la pesepé, la deese, el ordenador y otras maquinitas. Muchas clases extraescolares y deportes en recintos bien delimitados.

Han cambiado los tiempos, pero no se le puede achacar todo a la televisión y a las nuevas tecnologías. Otros factores influyen pues también han cambiado los espacios, nuestros hábitos y actitudes. La calle ya no es un espacio inmenso donde divertirse. El espacio para jugar se ha restringido a los parques. Estos tampoco son como antes, ahora son recintos cerrados con muros y verjas y, dentro del propio parque, el área infantil también está delimitado con otra vallita de colores. Ahí se concentran los columpios y los toboganes para los más pequeños. El mobiliario urbano para niños ha ido menguando. Han desaparecido los toboganes altos y los columpios grandes repartidos por el parque donde nos mezclábamos los de todas las edades. Ahora, los pequeños, en su corralito de colorines, y los grandes, en las canchas si es que el parque las tiene. Actualmente los niños no salen solos a la calle, sino que van siempre acompañados de adultos: padre, madre, abuelos, tíos, cuidadores. El miedo se ha apoderado de nosotros y ha convertido a los niños en nuestros prisioneros. Antes nuestras madres nos advertían para que no nos descalabráramos. Las costras perpetuas en las rodillas. "Hija, ten cuidado, un día te vas a partir la crisma"; "A las diez en casa"; "No cojas nada que te dé un extraño"; eso era todo contra los peligros. Pero hoy tenemos muchísimo miedo: a los coches de los que conducen como locos, al tráfico de drogas, a los pederastas. Malvados que se llevan, violan y matan a los niños. Tanto miedo infunden los malhechores, que ni a los niños se manda a los recados. El miedo se ha llevado lo mejor que teníamos: la transmisión de canciones y juegos populares, el sentimiento de identificación con el barrio, las relaciones con otros niños, el aprendizaje de normas y valores desde pequeños y, sobre todo, la libertad de ir, venir y jugar donde diera la gana. ¡Malditos los monstruos que nos hacen sentir miedo! Ahora los niños padecen obesidad y trastornos alimenticios, se les tacha de egoístas y agresivos, en fin, complicados problemas. Pobres chiquillos con teléfono móvil. Sólo perdura una cosa: la necesidad que tiene un niño de jugar con otros niños. "¿Por qué no juegas?". "Es que Pili no me ajunta". Pili: "Mentirosa, sí que te ajunto y te dejo 'primer'".
Safe Creative #0910184697302

miércoles, 7 de octubre de 2009

8 OCT. DÍA MUNDIAL DE LA VISIÓN. "Letra pequeña, letra discriminadora en los contratos"

En nuestras sociedades tan posmodernas, y sólo supuestamente solidarias, la documentación para hacer un contrato sigue teniendo el apartado de letra pequeña, en la que figuran cláusulas y condiciones que no somos capaces de leer. Se nota que es una letra microscópica hecha adrede. A veces se usa para ella un color diferente, un gris suave o un verde pálido que apenas destaca sobre el blanco o el color claro del papel. Hecha aposta para dificultar la lectura y, por tanto, el entendimiento. Para que nos cueste enterarnos. Nos obliga a forzar la vista. Los miopes acercamos el papel, otros lo alejan, pero nadie la ve. Es difícil leer más de dos líneas. Cuántas veces hemos deseado tener una lupa a mano para ver qué pone. Esta letra constituye una barrera para todos los que vemos, pero es también una letra que descarta absolutamente a los deficientes visuales, en este sentido es una letra discriminadora.
En nuestras sociedades, tan avanzadas, seguimos consintiendo este oprobio, este hecho innoble, grosero y desatento. Tendría que ser al revés: facilitar la visión, letra apta para los ojos, letra grande y nítida para los ojos de los deficientes visuales. Parece algo tan evidente. Puede que a alguien le parezca normal la letra pequeña o que la justifique de algún modo, por ejemplo diciendo: "Pues que se aguanten, no se va a gastar papel sólo para ellos". ¡Cuánto papel se gasta para nada! Letra pequeña, letra asquerosa, indigna y humillante. Pero el tamaño de las letras lo eligen las personas. La empresa que diseña un contrato con esa letra tan pequeña sabe lo que hace: rebaja, anula, discrimina. La empresa que redacta un contrato con esa letra tan pequeña se delata a sí misma. Tú eliges qué tipo de empresa quieres tener.

Safe Creative #0910064634656

martes, 6 de octubre de 2009

Sin plata para sus ojos

En los basurales de las lomas del desierto, frente al gran océano, los niños padecen muchas enfermedades, las propias de todas las poblaciones y las derivadas de vivir trabajando con los residuos; todas ellas agravadas por la carestía de la asistencia sanitaria. Cuando se ha nacido en esta parte del mundo, limitada es la esperanza respecto a las enfermedades de los ojos. La mayoría de adultos y de niños, que no ve bien, no lleva gafas. Los contados niños que las tienen, las usan con graduaciones que ya no correponden. No hay revisiones periódicas y, por supuesto, las dioptrías que se necesitan tampoco se actualizan con nuevas lentes. Los modelos de gafas son muy antiguos y de bastante mala calidad.

Una tarde de verano las niñas estaban jugando al balón. A la única niña que llevaba gafas se le cayeron. Al recogerlas, observó que algo faltaba. Ella -entre lágrimas- y sus amigas se afanban en buscar un pequeño tornillo. Éste no unía una de las dos varillas con el frontal, sino que era un tornillito que unía el propio frontal. Esta pieza, el frontal, no era una sola cosa sino dos, es decir, se dividía en parte superior y parte inferior. En cada extremo había un tornillito que juntaba ambas partes. Si faltaba el tornillito de la izquierda, se separaba el frontal y caía la lente izquierda. Con la parte derecha, lo mismo. Era un modelo realmente extraño. Las niñas encontraron el tornillito, se colocó en su sitio, pero el endeble metal de la montura estaba muy desgastado; el tornillito ya no enroscaba bien. Se volvería a caer. A los pocos días la niña apareció con la misma gafa y, en lugar del tornilito, un trozo de alambre retorcido. Otro día la niña llegó sin gafas y, así, ya, todos los días. Entre tanta penuria no hay plata para unas gafas nuevas, ni montura ni cristales.

La mayoría de los niños nunca ha pasado por la consulta de un oftalmólogo, no los hay por allí. Pero, aunque les viese algún especialista, tampoco serviría de mucho. Hay niños extremadamente bizcos y así continúan en la edad adulta, un mal que en los países ricos apenas ya se ve, pero ni para eso hay plata. Las familias más pobres no invierten en los niños con deficiencias físicas o psíquicas. No es que los padres no los quieran o no los atiendan, es que la plata no llega por lo que suponen que, en cualquier caso, los más débiles van a perecer. Se necesita mucha plata para un ciego, cuidados, colegios y profesores con conocimientos especiales. La poca plata que se tiene se invierte más en los hijos sanos y fuertes, en los que sobrevivirán, estudiarán y, quizá, saquen a la familia de la miseria. El resto allí queda, a veces van al colegio, a veces, no, con sus brillantes ojos almendrados entre polvo, humo y niebla por los cerros de basura del desierto.
Safe Creative #0910064634649